La pregunta básica “¿quién soy?” surge una y otra vez a lo largo de la vida. Te doy una respuesta: ¡Tú eres el Amado de Dios! El momento decisivo de la vida de Jesús fue su bautismo, cuando oyó: “Tú eres mi Amado, en quien me complazco”.
La tentación espiritual es dudar de esta fundamental verdad acerca de nosotros y confiar en identidades alternativas, confundiendo lo que soy con lo que hago, o lo que tengo, o lo que los demás dicen de mí. Porque no es fácil oír esta voz en un mundo lleno de voces que gritan: “no eres bueno, no vales nada, mientras no demuestres lo contrario”.
Esta es la trampa del auto-rechazo, del fugitivo que se oculta de su verdadera identidad. La mayor trampa de la vida es el auto-rechazo, porque uno duda acerca de quién es realmente y eso puede manifestarse como falta confianza o como exceso de orgullo, y ninguna de ambas cosas refleja verdaderamente la esencia de lo que somos.
Emparejada con la tentación de dudar acerca de quién eres verdaderamente, está la tentación de la compulsión. ¿No esperas, como yo, que alguna persona, cosa o acontecimiento te proporcione esa sensación definitiva de bienestar interior que deseas? En la medida en que esperes ese misterioso momento, seguirás confuso, siempre ansioso, inquieto, siempre anhelante y airado, nunca plenamente satisfecho. Este es el camino hacia la muerte espiritual. No conviene que nos perdamos. Somos el Amado. Dios ama antes que nadie.
Cada vez que escuches con atención la voz que te llama “Amado”, descubrirás en ti un deseo de escucharla más tiempo y más profundamente. Una vez has tocado tierra fértil, pretendes ahondar más. Este ahondamiento en busca de una corriente subterránea es la disciplina de la oración. Yo defino la oración como la escucha de esa voz, la de aquel que te llama “el Amado”. La disciplina de la oración es volver constantemente a la verdad de quiénes somos y afirmarla para nosotros.