«Cuando las llamas alcanzan los cuatro o cinco metros, ya no hay quien las pare». Así se expresaba un jefe de bomberos durante los incendios de este verano en Málaga.
Se ha acuñado la expresión «fuegos de sexta generación» para definir a los incendios que hacen imposible contener su efecto catastrófico. Normalmente se dan en condiciones de sequía debida al cambio climático.
Pero la causa principal de tal virulencia no es otra que el abandono físico del monte, que va creando una inmensa acumulación de combustible vegetal en el suelo del bosque, listo para arder como si fuera gasolina.
En esos casos las llamas del incendio generan tanto calor que se retroalimentan a sí mismas modificando las condiciones meteorológicas del entorno. Una gran seta de fuego se eleva después sobre el bosque en llamas, para luego desplomarse a centenares de metros de distancia del epicentro, alcanzando casas y habitantes.
A pesar de los importante recursos tecnológicos de que se dispone hoy en la lucha contra el fuego –en esa ocasión hubo hasta medio centenar de aparatos volando al mismo tiempo con mucho riesgo– solo una lluvia providencial pudo poner punto final la devastación de la Sierra Bermeja después de varios días.
En el colmo de los efectos derivados de la sequía, se habían evaporado las lagunas de riego en la comarca y los helicópteros tenían que alargar su vuelo hasta recoger su carga agua en la costa del mar Mediterráneo.
Y es que, en el cambio climático que hemos provocado en menos de 150 años, todos los factores están encadenados entre sí en un modelo de efecto circular perverso.
En el caso de los bosques, la causa principal del peligro que hoy les amenaza fue la despoblación de las zonas rurales. Hace tiempo que no hay brazos que limpien el monte. Cualquier incendio de sexta o séptima generación en los próximos veranos podría destruir los Pirineos, y esa es una probabilidad tan aterradora como cierta.
¿Qué podemos hacer si el cambio climático es ya inevitable y a medio plazo se van a producir sucesivas olas de calor? Se necesitará algo más que un ejército de helicópteros o drones gigantes volando por encima de las cordilleras para apagar ese infierno; sería necesaria la voluntad de un Dios compasivo que se decidiera a enviarnos un breve pero colosal diluvio.
Si el bosque se quema, el efecto más inmediato es que los árboles dejan de absorber el CO², continuando el ciclo pernicioso al que nos referimos. Y la desertización del territorio empeorará reduciendo cada vez más las lluvias… Y así hasta no se sabe dónde.
Como España es uno de los países más amenazados por el cambio climático y al que más podrían afectar sus consecuencias en la economía y el empleo, he preguntado un experto, mi amigo Jaime J. –que es funcionario y académico, agricultor de los que se sube a su tractor, e ingeniero agrónomo– si ve alguna esperanza para nuestros bosques.
De ellos depende, al final, nuestra vida, por muy alejados que estemos viviendo en nuestros paraísos urbanos de consumo, cemento y cristal. Y su respuesta no ha podido ser mas categórica: «Limpiemos el bosque antes de que se queme».
Ideas para poner en marcha esa tarea abrumadora –pero imperiosamente necesaria–solo parece haber una a largo plazo, y no es otra que recuperar el equilibrio ecológico y repoblar con personas el mundo rural como hemos hecho con alguna fauna.
Es evidente que los incentivos para hacerlo posible hoy son mucho mayores que en el siglo pasado. Telecomunicaciones, teletrabajo, buenas carreteras, internet, etc. hacen más atractivo vivir en el campo, aunque habría que empujar mucho más, tal vez con escuelas a 20 minutos de autocar e importantes descuentos fiscales.
A corto plazo, sin embargo, no nos engañemos, para evitar que los incendios sean devastadores solo cabe el desbroce a mano, con pico y pala. Y a este propósito, no podemos olvidar que el número de parados con subvención en España ronda el 15% de la población adulta y el 40% de los menores de 30 años.
Ante esta emergencia del ciclo perverso del clima y la amenaza de convertirnos en el primer desierto de África, estamos en guerra con el fuego.
¿A algún político en las alturas –que sepa sumar algo más que votos– se le ocurre alguna idea al respecto? Naturalmente esto no puede hacerse a la brava, pero el intento habrá valido la pena y sería un hecho histórico de utilidad incalculable.
Y una demostración de que el estado del bienestar no es solo una conquista del ser humano, sino una conquista del sentido común.