Hace bastantes años que en el plástico de los documentos de identidad y pasaportes ya no aparece la inevitable huella de los dedos índice y pulgar, aquella firma biométrica que en las comisarías de policía obligaba a poner el dedo en una almohadilla con tinta negra que luego había que limpiar con una toallita impregnada en alcohol.
“Ponga el dedo aquí”, decía el funcionario. Y tú, sin rechistar, mojabas tus dedos en aquella cosa negra y luego dejabas en una cartulina la mancha que parecía un escarabajo y del que se afirmaba que nadie más en el mundo tenía otro igual.
Durante algunos años tuve bastantes dudas de que todo ello fuera cierto, y pensaba que nadie se habría entretenido en comprobar sobre una muestra de millones de personas la realidad de tal afirmación. Tardé bastante tiempo en bajarme del burro, y para cuando lo hice, ya los tampones había desaparecido de las comisarias y el procedimiento había sido sustituido por un registro electrónico mediante un escáner con lucecitas que luego se enviaría a una inmensa base de datos que comparten las policías de todo el mundo.
Y ahora ya no es necesario poner la huella en el pasaporte porque la tuya, digitalizada y microfilmada, ya la tienen por los siglos de los siglos en todas las fronteras del planeta. Con ello y con el reconocimiento facial que controlan las cámaras que inundan las ciudades –esto comenzó en China– intentar hoy saltarse un semáforo es aun más peligroso que nunca. (La cárcel está asegurada).
Todo este preámbulo viene a cuenta de que ahora de lo que se habla, y mucho, es de la huella de carbono. He leído muchas definiciones de esta huella, pero para resumir, es la cuantificación de emisiones de CO2 que una persona, empresa o ciudad produce y envía a la atmósfera en un periodo de tiempo, un día por ejemplo.
Antes de que llegara el temido cambio climático, y las olas de calor –como las de este verano tórrido– y los incendios forestales, el deshielo de los glaciares y las inundaciones catastróficas, a los mortales de la calle no se nos había ocurrido pensar que el simple hecho de vivir produce un “efecto invernadero”. Desde comerte un filete a comprar una botella de agua mineral o tomar un avión, todos son gases que van a la atmósfera. De hecho, algunas compañías aéreas han comenzado a facilitar información en la compra del billete sobre cuántos kilos de gas de efecto invernadero va a generar el pasajero durante el viaje.
Todo esto de la huella de carbono que producimos es un asunto muy serio, y yo creo que pronto llevaremos encima, probablemente como un reloj, contadores de la huella de carbono personal de los gases que generamos cada día. Pienso que todas las personas responsables estamos preocupados por el planeta, incluso muy preocupados, y que muchos intentamos remediar lo más evidente y cercano, como el acto de separar la basura; pero conozco a pocos que dejarían de viajar en avión de vacaciones por ahorrarle al planeta unos kilos de CO2. Aunque alguno si conozco.
También creo que la concienciación definitiva llegará cuando podamos tener ese aparato de medir en nuestra misma muñeca la huella de carbono y podamos ir tomando medidas. No hay que dejar de comer carne, ni mucho menos es recomendable dejar de respirar, pero hay un margen inmenso de ahorro. Estos días de verano se ha pedido por el gobierno mantener la temperatura del aire acondicionado por encima de los 26 grados, lo que además de sano es muy necesario pues tenemos una crisis de combustibles, precios elevadísimos y perspectivas pesimistas sobre el fin de la guerra de Ucrania.
También se está reconsiderando –incluso en Alemania– la prohibición eléctrica nuclear. Y yo añado que las posibilidades de las renovables son inmensas, por no decir infinitas. No se entienden los voceros que ponen palos en las rueda de la evolución de estas industrias, con pretextos diversos. ¿Estarán a sueldo de las petroleras?
Dinamarca, uno de los países del mundo más concienciados respecto del medio ambiente, ha dotado desde hace años su territorio de una cantidad considerable de aerogeneradores para no consumir gas y petróleo sin que estos molinos de aspas gigantes les parezcan antipáticos.
Están dispuestos de tal manera que no les molestan. Y eso sucede en una nación que ha hecho del diseño y la estética, y de sus edificios y su arquitectura, su mayor orgullo. Los daneses –lo sabe todo el mundo– tienen la belleza como una religión. Por otra parte, es el país que más coches eléctricos compra, la mayoría Tesla. ¿De verdad que los molinos de viento deshacen el maravilloso paisaje de los ocres y verdes de los inmensos campos de trigo daneses?
Al contrario que en España, la agricultura familiar se mantiene como una seña de identidad nacional y no se entiende Dinamarca sin su vida campesina –no hay un país vikingo vaciado– pero los molinos están allí, imagino que al menos mientras no se invente algo mejor que los sustituya. Alejados solo un poco de las dignísimas y antiguas casas rurales de campo con sus tejados tradicionales de paja, se les pueden ver a lo lejos, majestuosos, luchando en silencio contra la decadencia del planeta.
Estuve allí recorriendo en automóvil ese avanzado país de este a oeste y de norte a sur, y ¡oh sacrilegio! me acostumbré tanto a verlos que llegó un momento que si no aparecían a los lejos, el paisaje se me hacía aburrido. Lo siento, tenía que decirlo antes de que todo esto pase. Buen verano.