El año 2025, que acaba de nacer, va a ser un año complicado. Que lo sea más o menos que el pasado está por ver, pero es indudable que los conflictos internacionales, las tensiones geoestratégicas o la sucesión de crisis humanitarias agravan las desigualdades y aumentan la incertidumbre. ¿Padeceremos más catástrofes medioambientales? ¿Las inteligencias artificiales nos quitarán el trabajo? ¿Contemplaremos o sufriremos ataques, terroristas o no, que sacudan nuestra frágil seguridad? ¿Aparecerán nuevas enfermedades? ¿Tendrán cura?

En una sociedad enfrentada a desafíos complejos, desde crisis sanitarias hasta nuevas revoluciones industriales y guerras, la esperanza resplandece como un faro que nos guía a través de la tormenta. La esperanza, lo único que quedó en la caja de Pandora, es un concepto tan antiguo como la humanidad misma, presente en todas las culturas y protagonista del Jubileo 2025 que, como el año, acabamos de estrenar.

“La más pequeña de las virtudes, pero la más fuerte”, en palabras del papa Francisco, nos recuerda que, incluso en los tiempos más oscuros, hay una luz que acabará imponiéndose a las tinieblas. Porque la esperanza cristiana se fundamenta en la fe, en la confianza en Dios nacido, muerto y resucitado para salvar a los hombres, en su plan divino, en ponerse en sus manos.

El Jubileo 2025, Peregrinos de la esperanza, nos invita a una reflexión individual, pero también comunitaria porque la esperanza, la humilde esperanza, nos une, nos fortalece y nos impulsa a construir un futuro mejor. Su convocatoria supone una llamada a la acción, a mirar más allá de nuestras preocupaciones inmediatas y a trabajar juntos para un bien común.

Que este Año Jubilar inspire a todos, creyentes y no creyentes, a abrazar la esperanza. Que encontremos consuelo en la fe y fortaleza en la comunidad. En un mundo que cambia rápidamente, la esperanza nos ancla y nos permite abrir los ojos para mirar al futuro sin temor.