Barbastro

La melodía perenne de la Semana Santa barbastrense

«Veo a Jesús: sostiene convencido la cruz como hago yo con la mía, aunque no con el mismo afán que me gustaría»

semana santa nazarenos
Paso de Jesús Nazareno, que procesiona el Miércoles Santo por las calles de Barbastro. R. ZAMORA
Nerea Vigo Iglesias
12 abril 2025

El tiempo se detiene y el mundo se queda en silencio cuando la llama del cirio recién encendido danza en la noche barbastrense. La máscara de identidad que nos define el resto del año se desvanece cuando nos ponemos el capirote y avanzamos. Durante estos días, olvidamos lo mundano y desafiamos a la muerte.

No pretendo ofrecer verdades absolutas sobre este momento. En cambio, presento posibilidades de significado, una nota entre muchas que componen la Semana Santa barbastrense. Nuestro papel como cofrades es asegurar que esa melodía, esa Palabra que trasciende el tiempo resuene en mayor o menor medida.

En nuestra magna semana no hay una estética específica ni una poesía exagerada por la que el alma se defina, sólo la certeza de un Cristo que no necesita opulencia floral ni un trono dorado para erguirse como absoluto. Nueve días, desde un doloroso llanto silente hasta una luminosa zancada, constituyen la armonía que hoy vengo a esbozar.

Todo empieza con una Dolorosa atemporal, cuyo sufrimiento es tan delicado como las finas lágrimas que bañan su rostro. Avanza de noche seguida de una legión de cofrades que visten de blanco y negro: ellos saben que todavía nada ha comenzado y, sin embargo, ya se ha dicho todo.

Los colores comienzan a aflorar en nuestro dibujo cuando las secciones de instrumentos traducen el Pregón a ritmos que van preparando el corazón para la bendición que acontecerá al día siguiente en Domingo de Ramos. Pero del mismo modo que un ligero soplo de viento agita las palmas que sostienen los infantes sonrientes, así el día ve cómo sus horas se escapan fugaces hasta que cae la luna sobre el madero del Hijo del Hombre. De nuevo se esfuma el color de las túnicas y se impone el dolor. Luego acontece una pausa, cuarenta y ocho horas silentes donde en cada alma bulle toda una miríada de sentimentos de lo que ya ha acontecido y de lo que está por venir. Tintinean las medallas, chocan las baquetas, murmura la tela de la túnica, choca la maza contra la madera… Y sangran las heridas.

Son tantos los sonidos y sensaciones los que se entrelazan en esta partitura que no dispone el mundo de instrumentos para interpretarla. Miles de almas la enriquecen cada año vistiendo el hábito: se emocionan en las vísperas a los días grandes, se dejan la piel en sus instrumentos y dejan escapar lágrimas anónimas cuando sus Titulares pisan de nuevo las calles de la tierra que les vio nacer.

¿Y yo? Decía al principio que tenía una posibilidad de sentido que ofrecer. Y así es. Cada Miércoles Santo veo a Jesús: sostiene convencido la cruz como hago yo con la mía, aunque no con el mismo afán que me gustaría. Todo lo hace tan sencillo sin necesidad de recurrir a algarabía alguna… ¡Lo que daría un alma desdichada como la mía por saber seguirle sin lamentarme en cada caída!

Ahora los días se suceden más rápido todavía: el mundo asiste el Jueves Santo a una condena a la que sigue un beso traicionero. Jesús se lleva la mano al pecho y pone al público derecho allí donde el sentimiento amenaza con dejar el corazón maltrecho. Y como todavía hay quienes, ciegos por la tragedia del momento, dudan de semejante gesto, Jesús vuelve a caminar frente a ellos solo, sin más compañía que una sonrisa.

Cuando el último redoble se escapa del tambor, los más próximos al espectro oscuro de la Pasión se alzan. Somos los que portamos el sueño y la desesperación; los que, sin dormir, mostramos ese Cristo que no está muerto, sino dormido. Ese mismo que quita el sentido y vence al olvido cuando Barbastro asiste al alba, cubierta por el rocío, al rezo de las estaciones que subliman lo vivido hasta ahora.

Y por la tarde, el cómputo general de lo acontecido cobra vívido sentido. Sufrientes, redimidos y valientes sostienen el cuerpo descendido de Jesús cuyo ser danza ahora con la muerte. Las figuras, vivas sobre el paso, piden ayuda a un pueblo que vuelca su atención en la escena y recorre con la mirada el misterio del mismo modo que finos hilos de sangre trazan la efímera victoria de la muerte sobre el que es Dios hecho Hombre. Será después, en una plaza con lo divino y lo humano de la mano, donde el tañido de una campana y el eco del golpe de una maza ahuyenten a la parca.

Gracias a Dios que gozamos de una jornada entera en Sábado Santo para procesar y degustar en su justa medida lo que en esta semana se ha vivido y que ahora regresa. ¿Todavía no has desempolvado la túnica y rozado con las yemas de tus dedos el escudo bordado que durante todo el año te define? ¿Aún no has sentido el peso de la medalla colgando de tu cuello, un recuerdo fugaz del madero que sobre nuestro hombro se apoya imperecedero? Corre a hacerlo. Se acercan los días grandes en los que Jesús nos recibe como siempre y, a la vez, como nunca, renovando nuestra alma como hace Él con su ser cuando lo plenifica el Domingo de Resurrección, otorgando un broche dorado a la obra de Dios que todavía hoy no ha expirado.

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