Dice el refrán que «no es lo mismo predicar que dar trigo». En las puertas de un nuevo curso escolar, es pertinente recordar que tampoco es lo mismo legislar que educar, aunque aquello debería servir para esto.
Durante los cuarenta años del régimen franquista, se promulgaron cinco leyes sobre la educación, con la particularidad de que una solo contemplaba la enseñanza universitaria (1943), otra se refería a la enseñanza primaria (1945), dos, a la enseñanza media, con un intervalo entre ambas de 15 años, y, cuando el régimen llevaba más de treinta años funcionando, promulgó una Ley General de Educación (1970), que contemplaba todos los ciclos formativos
Desde la instauración de la democracia (1978), hemos asistido a la aprobación y puesta en práctica de ocho leyes globales de educación, de entre cinco y siete años de vigencia media cada una (menos la que sólo contó dos años de efímera vida), siempre en dependencia de la permanencia en el poder del partido que las había patrocinado.
Las precedentes constataciones permiten concluir que, si los regímenes dictatoriales no son dados a corregirse a sí mismos, los democráticos parecen estar acechando la posibilidad de cambiar las reglas en cuanto la mayoría parlamentaria lo permite, sin preguntarse en qué medida el cambio legislativo favorece verdaderamente la educación.
De las acepciones que el diccionario asigna al término «educar», nos parece especialmente acertada la que dice que educar es «desarrollar y perfeccionar las cualidades intelectuales y morales de una persona».
Por ello, el legislador siempre debería tener ante sus ojos el perfeccionamiento de esas cualidades intelectuales y morales de los alumnos y, en consecuencia, preocuparse no sólo de las materias y de sus currículos pedagógicos, sino también de los valores que el alumnado ha de aprender a apreciar.
Vivimos tiempos en los que hace falta un empeño colectivo para preservar los valores de aquella «insoportable levedad del ser», en palabras de Milan Kundera, que nos hace rastreros y chabacanos.
Hay que devolver a la vida diaria lo que la hace valiosa, pues nos movemos bajo la amenaza de la degradación de lo mejor de nosotros mismos en muchos ámbitos: en el del deporte y la fiesta, en la familia y la solidaridad, en el sentido creativo del trabajo y del esfuerzo…
Sin darnos cuenta nos estamos empapando de competitividad, de consumismo, de adoración de unos famosos sin sustancia, mientras nos vamos vaciando de los ideales que dan dignidad al ser humano.
Sembrar esos valores debería ser la primera preocupación del legislador y del pedagogo y en esa dirección habría que impulsar el sistema educativo.