En el verano de 2012, un hombre con una frase había salvado a Europa de un destino temible. Aquel italiano que resultó providencial era el presidente del Banco Central Europeo, un señor vestido de oscuro llamado Draghi, con aspecto serio, de antiguo profesor de seminario italiano. La divisa europea –símbolo y base de la unidad del Continente– estaba siendo atacada por los especuladores financieros del frote del dinero y arruinando a los países, especialmente a los Sur: “Olvídense, señores, pondré cualquier cantidad para evitarlo (la desaparición del euro)”.
Y su coletilla fue una de la frases más memorables de la Historia europea: “Y créanme cuando digo cualquier cantidad de dinero, quiero decir lo que haga falta…(whatever it takes)”. Con aquel hiperbólico guantazo, al día siguiente empezaron a cesar los ataques especulativos y las tasas de interés de la deuda pública fueron a la baja, salvando a los países del Sur de la ruina y con ella a la UE entera.
Aunque Draghi era un economista de gran experiencia, no creo, sin embargo, que aquella valiente decisión suya fuera fruto del conocimiento académico –no todos los sabios del gremio la hubieran tomado– si no del conocimiento del alma usurera y, sobre todo, del sentido común. Esa gente del puro “frote del dinero”, que no ha invertido jamás en producir un alfiler, le tiene mucho más miedo a perder un solo euro que afección a la posibilidad de ganar cinco.
Y Draghi les retó con éxito. La frase corrió como la pólvora por los cubiles de cristal y acero inoxidable y se acabaron las apuestas contra la deuda soberana de los países. Y el BCE empezó después a comprar activos públicos y privados y deuda pública. El euro salvó a Europa, tras dos milenios de guerras civiles. Créanme, la mejor idea de convivencia de la Historia.
¿Y por qué les cuento esta vieja historia? Pues porque nuestro profesor Draghi ahora vuelve a la palestra y ante una Europa anquilosada propone, doce años después, la inversión colegiada de 800.000 millones para salvarla de nuevo, esta vez del preocupante atraso tecnológico, del reto comercial, de un mundo cada vez más dinámico y de nuestros propios demonios, que, por cierto, no gastan rabo y fuego, sino viejas banderas del siglo XIX. Será objeto de comentario en un próximo artículo: Lo que haga falta: el planché.