Los laicos, por su carácter “cristiano” y por su índole secular, se sitúan en el “punto de sutura de la Iglesia y del mundo”, ponen de relieve la dimensión secular de la Iglesia, función con una doble vertiente:
a) Es, en primer lugar y fundamentalmente, llevar a la Iglesia al mundo, introducirla en él, realizar en su nombre el proyecto de Dios de construcción de su Reino ya aquí en la historia. Con frase certera definía Juan Pablo II en el comienzo de su pontificado esta función peculiar de los laicos: “Hacer de este mundo y de sus estructuras un mundo más digno del Hijo de Dios”.
Si el reino de Dios es un reino de paz, de justicia, de verdad, de libertad, de vida, la ciudad terrena no es digna del Hijo de Dios ni, por tanto, de los hombres a él unidos como “hijos de Dios”, si a la base de su edificación no se hallan estos valores. Proclamar estos valores es el encargo divino que han recibido en cuanto miembros de la Iglesia y los llevan al mundo en nombre de toda la comunidad eclesial.
La presencia y acción del laico no son simplemente humanizadoras del mundo de los hombres, son “humanizadoras según Dios”, según Cristo. No sólo pasar de condiciones menos humanas a más humanas, sino a condiciones en que sea posible vivir ya en la tierra la “nueva humanidad” “en comunión con Dios, el único Absoluto”.
b) Una segunda vertiente podríamos calificarla como de “secularizar” la Iglesia. Los laicos han de llevar a toda la Iglesia a hacerse consciente de su esencial dimensión secular, han de impedirle que se “espiritualice” en exceso, que busque refugio y se instale individual y estructuralmente en la fuga mundi. El lugar ordinario de este servicio ha de ser fundamentalmente la celebración litúrgica, que será así una celebración existencial y no un rito frío, distante, silencioso, ausente.
El laico cristiano aportará también su luz desde la fe sobre las soluciones y las directrices para que madure el juicio moral de la Iglesia con garantía de fidelidad al mensaje evangélico.