Los ciudadanos hemos dejado de serlo. Y no somos conscientes, al contrario, pensamos, erróneamente, que disfrutamos de derechos incontestables y que en poco tiempo hemos avanzado tanto que nuestros ancestros, si volvieran a la vida, se quedarían atónitos antes tanto invento y nos tendrían envidia y querrían haber vivido en este tiempo de bonanza. O quizás no. Nuestros ancestros, si pudieran vernos, igual se daban cuenta de lo que nosotros, adocenados en la comodidad y el bienestar, no sabemos percibir: que estamos dejando de ejercer de ciudadanos. Nuestros ancestros es posible que advirtieran que, en realidad, nos estamos convirtiendo en seres indolentes que son incapaces de reclamar lo que les corresponde, que han perdido la costumbre de pensar, de razonar, de exigir.
Es cierto que las nuevas tecnologías nos hacen la vida más sencilla en muchos aspectos y que, desde luego, nadie en su sano juicio quiere quedarse anclado en el pasado dejando de utilizar las herramientas que nos permiten realizar algunas tareas arduas con mucha más rapidez y eficacia. Pero es cierto también que existe una tendencia extraña a considerar que todo lo que nos traen las máquinas, que eso son al fin y al cabo, nos hace la vida mejor y que no pensarlo así, cuestionar sus bondades es propio de personas ignorantes, retrasadas, ancladas en el pasado. Los defensores a ultranza del progreso que, se supone, traen las máquinas menosprecian a quienes cuestionan algunos cambios que se pueden producir en la forma de vida de ciudadanos libres que, con mejor o peor fortuna, hemos conquistado tras tiempos oscuros.
Muchos de nosotros tenemos experiencias que podrían dar lugar a un cuento gracioso, si no fuera porque nos han llevado a sentirnos impotentes, humillados, expulsados de nuestra condición de ciudadanos. No es extraño pasar tiempo solicitando a una máquina la absurda “cita previa” ante la administración para realizar una gestión sencilla de las que hasta hace bien poco –lo de la cita previa llegó con la pandemia y se ha quedado–se solventaba con cierta rapidez, siendo atendidos de viva voz por el funcionario en cuestión. Pedir cita previa, esto es, pedir que nos digan cuándo vamos a poder tener la suerte de que nos atienda un funcionario, se ha convertido en un viacrucis con varias estaciones en las que el sufrido ciudadano habla con una máquina que le va diciendo que marque numeritos y cuando ya los ha marcado todos y tiraría el aparato, su teléfono, a la basura, la máquina en cuestión le indica que tiene delante otros ocho sufridos ciudadanos que, como él, están sudando la gota gorda. Si alguien ha tenido la mala fortuna de sufrir una avería en su teléfono –de la telefónica de toda la vida– sabe ya que no hay que intentar pasar por el trance de llamar a la compañía para que se lo solvente, mejor será prescindir del teléfono en cuestión y arrancar todos los malditos cables y hacerse un collar con ellos. Si hay que pedir según qué citas médicas, lo mismo. Y así podríamos seguir, pero seguro que usted, apreciado lector, ha captado la idea y está en este momento echando exabruptos contra la administración porque se reconoce en el sufrido ciudadano al que aludo.
No dejemos que la excusa de los avances que, sin duda, traen las nuevas tecnologías nos acaben convirtiendo en ciudadanos de segunda, dóciles y sumisos. Habrá que exigir nuestros derechos, sin barreras, sin complejos. No dejemos que nos confundan.