Churchill nos dejó una alusión al curioso símbolo eslavo de las muñecas rusas: “Me es difícil prever lo que hará Rusia. Es una adivinanza envuelta en un misterio en el interior de un enigma…”. Pero es una certeza contrastada por la Historia que los autócratas se comportan de manera tan extrema que parecen ignorar los límites de la prudencia y por el contrario desafían al Destino más allá del precipicio.
No todos los dictadores accedieron al poder por la fuerza bruta, sino que muchos lo hicieron aupados por la voluntad de un pueblo amenazado, temeroso o en momentos difíciles, utilizando una fórmula plebiscitaria o de consenso.
En la Roma Antigua la figura del dictador se instituyó para ser utilizada en tiempos difíciles. Se otorgaban poderes extraordinarios a un solo hombre para que durante un periodo de tiempo –normalmente seis meses– gobernara según su voluntad y sin interferencias. La democracia no quedaba anulada, sino suspendida.
La actual Federación Rusa es formalmente una democracia, con elecciones directas al Parlamento –compuesto por la Duma y la Cámara Alta– pero con un Putin siempre en el poder desde el año 2000, se le considera un Régimen de carácter autocrático, a pesar de que para declarar la guerra o invadir un país necesita los votos de dos tercios de la Duma. Dada su aplastante mayoría en escaños, esos votos los tiene permanentemente asegurados.
Es imposible saber hoy hasta dónde llegará el régimen de Putin, pero no es descartable un error de cálculo geopolítico, o incluso de política interior, además de sufrir lo que hoy parece un fiasco militar. Es posible que todo el plan inicial se le haya ido de las manos y que ahora tenga que improvisar. No lo sabemos.
Tal vez la desmesura de una amenaza nuclear expresada de sus propios labios y representada ante las cámaras del mundo, fuera en los primeros días de la guerra todo un frontispicio. ¿Pero de qué? Esa siniestra muñeca, la matrioska atómica salida por sorpresa de sus manos, podría dar lugar a errores fatales.
¿Cómo y cuando acabará este terrible episodio? Solo podemos imaginar en qué contexto mental o ideológico pudo haber empezado tan increíble catástrofe. No hay guerras limpias, pero esta en particular es particularmente sucia, lo cual era previsible antes de empezarla.
Mucho después de la desintegración del bloque soviético, vino la guerra del Donbás y la anexión de la península de Crimea. Pero hacer una guerra así para consolidar la posesión de estos territorios parecería una victoria pírrica para el Oso Ruso, es decir, nadie puede creer que este fuera el único objetivo. La ambición debía ser mucho mayor.
También puede haber influido en las expectativas del Kremlin respecto de una victoria rápida, la fragilidad europea tras las sucesivas crisis que han asolado al Continente –desde la económica del 2008 al Covid-19–.
Asimismo, el Brexit debió ser para ellos algo más que un simple indicio de fragilidad europea. También pudo influir la aparente debilidad de la presidencia norteamericana tras la inestabilidad provocada por Trump y el desacertado modus operandi de la salida de EEUU de Afganistán.
Es seguro que Putin llevaba preparando el golpe de Ucrania muchos años, a la espera del mejor momento para atacar como un felino, solo que todavía es un enorme oso, tan pesado como lento como se ha visto. Su ejército es poderoso en volumen, pero carece de la agilidad táctica, la unidad estratégica y la logística suficiente para vencer en dos semanas en una guerra relámpago a un país tan grande en extensión y habitantes, semejante al nuestro en ambas magnitudes.
Un hueso difícil de tragar. Y además con un gobierno apoyado mayoritariamente por una población dispuesta a defenderse y, en muchos casos, a luchar hasta la muerte. Pero sobre todo, lo que ha influido más en el desarrollo de los acontecimientos, es que en Moscú gobierna un régimen no solo acusadamente nacionalista, sino carente de las hechuras de una democracia plena; donde la centralización del poder se ve y se nota en la falta de pluralidad de medios y libertad de expresión. Esta situación anómala nunca resulta gratis, porque al final de cada decisión no hay ningún freno al poder.
Todo esto lo conoce sobradamente el lector. Pero sirve para concluir que no debemos engañarnos: esta guerra deberíamos verla como la penúltima guerra de Europa ya que nunca debemos cometer el error de excluir la posibilidad de otra. La de Ucrania y Rusia nos debe servir para recordar nuestra propia fragilidad, nos enfrenta a ella con crudeza como en un espejo.
Sin una democracia estricta en una sociedad plenamente informada, no solo está en juego la manera que tenemos de vivir nuestras vidas, sino la vida misma, pues la guerra solo es muerte.
Gracias a la lección de Ucrania, quizás valoremos más nuestras democracias europeas. Es mejor derribar gobiernos en las urnas que derribar regímenes. Abstenerse de votar es insensato y suicida; hacerlo es fortalecerse. El voto libre y real nos permite echar a los gobernantes sin tener que matarlos o caer en la guerra civil.
Ayer todavía nos quejábamos de que el nuestro no es el mejor de los mundos, ni el más justo e igualitario, ni siquiera el que ofrece más seguridad personal, pero al menos podremos mejorarlo poco a poco. La democracia real no es un sistema utópico hacia la felicidad, sino un camino estrecho y lleno de baches.
Es muy cierto que en ella pululan la corrupción, la estupidez y la ambición. Y que el Estado perfecto tal vez no existirá nunca, aunque comparándolo con tiempos pasados hemos mejorado. Pero después de siglos de guerras y tropezar en la misma piedra, ya sabemos que no hay atajos en el camino de la Paz.