Al entrar en la romana basílica de San Pedro, uno se siente atraído de inmediato por la primera capilla a la derecha, que alberga “la Pietá”, esculpida por el irrepetible Michelangelo Buonarroti.
Aunque lo que te mantiene absorto no es tanto la perfección de una obra, a la que, en palabras de Vasari, “ningún artífice excelente podrá añadir nada”, cuanto el nudo de dolor y piedad que la escena desata. En ese bloque de mármol de Carrara ha quedado petrificado el penúltimo acto de la pasión del Señor: descolgar de la cruz el maltrecho cadáver de Jesús y depositarlo en el regazo de su madre.
El gozo estético de las imágenes te impregna del dolor de la madre acogiendo al hijo muerto. Y acuden a tus labios los versos de Gerardo Diego:
«Qué lejos, Madre, la cuna / y tus gozos de Belén: / «No, mi Niño, no. No hay quien / de mis brazos te desuna.» / Y rayos tibios de luna, / entre las pajas de miel, / le acariciaban la piel / sin despertarle. ¡Qué larga / es la distancia y qué amarga / de Jesús muerto a Emmanuel!»
En aquella triste tarde, hubo en el Calvario dos testigos mudos, pero elocuentes. Fueron decisivos para que, en la misma tarde de su muerte, la madre pudiera abrazar el cadáver del crucificado y le diera una honrosa sepultura.
De ley ordinaria, los cadáveres de los ajusticiados pertenecían al Estado romano, que los dejaba colgados en la cruz para general escarmiento y como castigo suplementario. Para los judíos, sin embargo, un enterramiento honroso era lo menos que se podía ofrecer al difunto y a su familia.
Cuando la Madre y los pocos amigos que la acompañaban debían abandonar el Calvario, dejando colgado en la cruz al hijo muerto, aparecieron dos hombres, que se atrevieron a dar un paso adelante. Hicieron las gestiones necesarias ante el Gobernador para que les permitiera descolgar a Jesús y enterrarlo dignamente.
Uno respondía al nombre de José y era de Arimatea. Sabemos que era rico y miembro del Sanedrín, pero que no votó a favor de la condena a muerte de Jesús. Según el evangelista Mateo, era “bueno y justo” y “esperaba el reino de Dios”; “era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos”. No votó la condena de Jesús, pero entonces no se atrevió a ir más lejos.
Los acontecimientos de aquella madrugada del viernes de la Parasceve atormentaron su conciencia y pensó –es lo que yo intuyo– que, si no había impedido la muerte del justo, al menos debía proporcionarle un entierro digno.
Se armó de valor y se presentó ante el gobernador. Poncio Pilato tenía fama de cínico y cruel, pero José se atrevió a negociar con él que le permitiera retirar de la cruz el cuerpo de Jesús y enterrarlo. Seguramente, Pilato valoró la conveniencia de hacer negocios con un miembro del Sanedrín y se lo autorizó. José de Arimatea compró una sábana para envolver el cadáver y puso a su disposición un sepulcro nuevo excavado en la roca.
Entonces, apareció Nicodemo, otro judío singular y fariseo por más señas. Tiempo atrás había acudido a Jesús de noche, porque no quería darse a entender, y quedó impresionado por aquella conversación.
Cuando José de Arimatea ya tenía la autorización del gobernador, Nicodemo llegó con unos treinta kilos de una mezcla de mirra y áloe. Entre ambos bajaron de la cruz el cuerpo de Jesús y lo llevaron al sepulcro que José proporcionó. En una sesión del Sanedrín, Nicodemo también había protagonizado una tímida defensa de Jesús, que le valió la réplica nada cordial de sus colegas.
Estos dos hombres, buenos pero temerosos de darse a entender, encarnan el perfil de quienes ahora y siempre han sido “tocados” por el Señor y no se atreven a confesar abiertamente que creen en él. En lo hondo de su conciencia sienten la llamada de la honradez y la justicia, aunque no tienen los arrestos necesarios para proclamar lo que de verdad sienten.
Gracias a José y a Nicodemo, la Madre pudo acariciar en su regazo aquella misma tarde al Hijo muerto con los pocos que la acompañaban, unas mujeres y un varón, que arroparon a la Madre durante las penosas horas de la crucifixión.
El varón había recibido, de los labios mortecinos del ajusticiado, el encargo de cuidar de su Madre, ya viuda, que quedaba totalmente desamparada al perder el único hijo que tenía. Las mujeres, dos o tres, habían acompañado a Jesús por Judea y Galilea cuando anunciaba que ya llegaba el reino de Dios. Todos estaban desolados.
Caía el día de la Parasceve o preparación del gran sábado de la Pascua judía y estaba a punto de empezar un descanso absoluto. Por eso, tuvieron que embalsamar el cadáver a toda prisa y quedaron para terminar la tarea al tercer día. Ninguno de ellos, que se sepa, recordó lo que Jesús había anunciado acerca de aquel “tercer día”. El poeta pone voz de nuevo a los sentimientos de tan amarga tarde:
«¿Dónde está ya el mediodía / luminoso en que Gabriel, / desde el marco del dintel, / te saludó: «Ave, María»? / Virgen ya de la agonía, / tu Hijo es el que cruza ahí. / Déjame hacer junto a ti / ese augusto itinerario. / Para ir al monte Calvario, / cítame en Getsemaní».
La intervención de José de Arimatea y Nicodemo, aunque tardía, alivió el dolor de la Madre y ha abierto caminos de fe y de compromiso con la verdad en muchas gentes de buena voluntad, que, aturdidas porque Dios parecía estar en silencio durante la hora de la prueba, han descubierto que la última palabra es la del Padre y que mejor es tarde que nunca.