Recuerdo, cuando aparecieron los primeros teléfonos móviles, aquellos tremendos aparatos que, además de voluminosos, también iban acompañados de una antena; ésta tenía entre 3, o 4 centímetros y gruesa como un lápiz.
Su fuente de alimentación, consistía además en una batería; no todos los modelos, otros, llevaban unas gruesas pilas cilíndricas, como las que se utilizaban en linternas y juguetes. Además, aquellos primeros ejemplares, sólo servían para realizar o recibir llamadas, y que solamente podían hacerse por la Compañía Telefónica Nacional de España, en su división denominada “Telefónica Móviles”, derivando, más adelante, en Movistar, fijos y móviles.
No puedo precisar, con exactitud, cuándo ocurrió la siguiente anécdota. Dos amigos, a los que llamaremos Lucas y Macario, estaban hablando de las posibilidades de nuevos negocios; uno, Lucas, habló de entrar en el terreno de los teléfonos móviles.
La propuesta no prosperó, pues Macario, se expresó, diciendo; ¡Cuando todos tengan teléfono, el negocio se acabó! Vaya hombre qué visión de futuro. La cosa, pasó al olvido.
Cuántos de nosotros no habremos cambiado, al menos media docena de veces de terminal, y lo que te rondaré morena, pues cuando reinicias uno recién cambiado, tu marca ya tiene modelo nuevo y cada vez con más funciones y más capacidad.
Por cierto, y, hablando de capacidad, ¿hemos parado a pensar que cualquier terminal, ahora, tiene mucha más capacidad, que los ordenadores que llevaron a bordo en el Apolo, cuando alunizó en la Luna?; hecho del que ya se conmemoró el 50 aniversario, puesto que, aquello, sucedió el 20 de julio de 1969.
Pues bien, estamos tan enganchados al dichoso móvil, con su montón de aplicaciones que dependemos de él. En casa, en la calle, en la oficina, en la fábrica, en el taller, en todas partes.
Tal es la dependencia, que, muchas veces vamos totalmente absortos; ciegos, no vemos con quien nos cruzamos; se incurre en faltas de tráfico, conduciendo y haciendo uso del aparatejo y, cuántas veces, reunidos en sociedad, en lugar de charlar e intercambiar ideas, si hay siete personas, las siete personas están tecleando, sin levantar la vista siquiera ni para cambiar palabra alguna entre sí. ¿Quién nos iba a decir esto hace 50 años?
Curioso cómo circulamos por las calles, teléfono en mano y tecleando absortos y sin mirar al frente; unas veces atendiendo una llamada, otras “WhatsApp va, WhatsApp viene”; otras, también los hay, que van haciéndose el avión, móvil en la oreja, para evitar un saludo, o una parada no deseada en aquel momento, etc., produciéndose cantidad de situaciones ridículas.
Una noche, regresando a casa después de la fiesta del Museo, al comenzar a cruzar el puente del Amparo, vemos que viene una moza, móvil en mano y, tan absorta va, que, al cruzar el paso de cebra, e intentar subir a la acera, da un traspiés que, de milagro no van por el suelo moza y móvil, parándola la barandilla del puente; tanta risa nos dio, que ella quedó dolida, no por el golpe, contra la barandilla, sino por el ridículo que se dio cuenta, estaba ella protagonizando.
En fin, todo esto nos ha llevado a lo que ya se conoce como nomofobia, o móvil manía.