Narra Plutarco en Vidas paralelas que Tigranes II el Grande, rey de Armenia, decapitó al mensajero que, allá por el siglo I a.C, le trajo una noticia que no le gustó. El emisario advirtió al rey, entonces en guerra con Roma, de que el militar enemigo Lucio Licinio Lúculo pisaba tierra armenia y amenazaba el palacio real. Ante la imposibilidad de descargar su ira con el romano, parece que Tigranes confundió mensaje y mensajero para acuñar con sus actos una expresión convertida en ruego: no matar al mensajero.
Cabe pensar que si la frase ha perdurado a lo largo de los siglos, lo ha hecho como recordatorio de esa tendencia a culpar a quien trae la mala noticia –o simplemente la que no gusta– en lugar de enfrentar la realidad que esta representa. Y como tantas otras enseñanzas de la antigüedad clásica, qué actual nos resulta hoy el infausto heraldo de Tigranes.
Matar, aunque sea simbólicamente, al mensajero constituye una poderosa metáfora para describir la reacción de aquellos que, ante la crítica o la verdad incómoda, prefieren atacar a quien la comunica en lugar de abordar el problema subyacente. Aceptémoslo. Está de moda desprestigiar a los medios de comunicación y a los periodistas, acusarles de estar a favor o en contra, decir que propagan bulos, que están comprados, que están vendidos. Se lleva el señalamiento de esta o aquella cabecera, de una frecuencia del dial o de un columnista.
Por eso, a más de veinte siglos de Tigranes, conviene recordar que, como sociedad, nos jugamos mucho en la valoración y protección de nuestros mensajeros modernos. De todos los mensajeros. La prensa libre y crítica constituye un pilar de la democracia, y su labor de informar y cuestionar resulta vital para mantenernos como actores de la cosa pública, implicados, vigilantes. La diversidad de enfoques y tendencias nos enriquece; la uniformidad se llama Boletín Oficial.