Cuando yo era muy joven, pongamos que hace más de 60 años, leí un libro de Julio Verne que me impresionó bastante, De la Tierra a la Luna, escrito en 1865, 104 años antes de que Neil Armstrong pusiera el pie en nuestro satélite.
La novela describía los esfuerzos de un grupo de artificieros del ejército estadounidense para reutilizar la tecnología balística utilizada en la recién terminada guerra civil y construir un artilugio capaz de vencer la gravedad terrestre y viajar hasta la Luna. No pisaron la Luna, creo, pero consiguieron orbitarla y volver a la Tierra.
En 1968 se estrenó la película 2001, una odisea en el espacio, dirigida por Stanley Kubrick, en la que se cuenta como una inteligencia extraterrestre induce, o enseña, a un grupo de monos escandalosos, que se pelean a gritos junto a una charca de agua estancada, a utilizar sus extremidades superiores para manejar una estaca con la que romper la cabeza a sus semejantes.
Aparentemente esto fue el principio de un largo proceso evolutivo que culminó en el Homo Sapiens, capaz de construir una nave con la que salir al encuentro de sus benefactores, cosa que ocurre al final de la película.
En fin, todo esto viene a cuento de que, durante bastante tiempo, pensábamos que la evolución nos iba a permitir abandonar este valle de lágrimas por una vía distinta de la habitual y colonizar primero el sistema solar y después… ¿quién sabe?
Había que superar serios inconvenientes como la gravedad, la falta de fuentes de energía adecuadas o de atmósfera, las distancias a recorrer y los límites físicos a la velocidad alcanzable… pero en las películas y en las novelas de Asimov, Bradbury y otros, todo eso era peccata minuta. El final de la guerra fría, con la descomposición de la Unión Soviética y el fin de la carrera espacial puso fin a los viajes al espacio, salvo los necesarios para mantener una compleja red de satélites de comunicaciones, espionaje y control de la población que aún siguen ahí. La evolución, gracias también a la tecnología militar estadounidense, fue por otro camino.
Los computadores primero y los protocolos desarrollados por la agencia de proyectos avanzados de defensa (DARPA) de Estados Unidos, llevaron a Internet y a una revolución cuyos efectos empezaron a notarse en los años 90 y que hoy ha cambiado, no necesariamente para bien, y en poco más de 30 años, nuestra forma de informarnos, comunicarnos, leer, aprender y, en definitiva, de ver el mundo.
Una revolución basada, también, en la disponibilidad de energía fósil abundante y barata, en los descubrimientos científicos de los siglos XVIII y XIX y en la religión del crecimiento, aunque cuando Dios dijo aquello de creced y multiplicaos, probablemente, creía que no pensábamos pasarnos la vida en este pequeño y redondo planeta, ni que nos tomaríamos tan al pie de la letra lo de multiplicaos. Este otoño llegaremos a 8.000 millones, si la guerra en el este de Europa no lo impide, con muchos de los activos que nos han traído hasta aquí seriamente comprometidos.
No sé si saldremos del carajal en el que estamos metidos, espero que sí, pero hace tiempo ya que estamos consumiendo los recursos de un futuro que parecía más lejano de lo que estaba en realidad.
Esta mañana he leído la carta de dimisión de la jefa de oncología del Hospital de Barbastro, un servicio del que la ciudad podía sentirse, hasta no hace mucho, legítimamente satisfecha. La razón, la sostenida e insoportable falta de medios para atender a sus pacientes. Una más de las muchas cosas que están pasando y que no deberían pasar.