Cuando en el Imperio constituido por los países de la actual Unión Europea no se ponía el sol, aún no circulaba la convicción de que es responsabilidad del Estado conseguir que la instrucción y la sanidad alcance a todos, independientemente de sus posibilidades económicas.
En pleno esplendor y miseria de aquel siglo de oro, nació un aragonés considerado por prestigiosos historiadores como el fundador de la primera escuela pública, popular y gratuita de Europa.
Respondía al nombre de José de Calasanz y era el último de los hijos del bayle o juez de paz de Peralta de la Sal.
Había partido hacia Roma para reivindicar un beneficio y se topó con la miseria e ignorancia de los niños del Trastévere romano y una voz que le urgía en su interior: “A ti se ha encomendado el pobre, tú serás el amparo del huérfano”.
Olvidó el beneficio que buscaba y abrió las puertas de una humilde escuela en la iglesia de Santa Dorotea, que fue el motor de arranque de la ingente obra educativa de la Escuela Pía y de otras instituciones similares promovidas por muchos hombres y mujeres de fe.
En este mismo siglo XVI, un portugués llamado Juan Ciudad, del que nadie conocía su verdadero apellido, experimentó en carne propia las duras condiciones en las que vivían los enfermos encerrados en los manicomios y, con la colaboración de dos jóvenes, a los que reconcilió de su acérrima enemistad mutua, fundó un hospital en Granada, en el que se dedicó a cuidar a toda clase de enfermos e infelices, dando origen a la obra hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios.
Si a estos hombres les hubiera alcanzado la noticia de las actuales polémicas entre lo público y lo privado, no hubieran dado crédito a lo que se dice y se propaga.
Los estados modernos tienen en su “haber” la organización de sistemas de seguridad e instrucción pública con una calidad y cobertura impensables en aquellos tiempos; pero tienen en el “debe” el reconocimiento de que hombres y mujeres, sin más medios que su entrega personal, llegaron antes que ellos a proveer necesidades básicas de todos, independientemente de sus recursos y aportaciones.
Y tampoco entenderían por qué las instancias del poder, en lugar de impulsar la cooperación entre lo público y lo privado, se aprestan a azuzar una polémica, cuya esterilidad es manifiesta desde el momento en que se descubre el sectarismo con el que se define la naturaleza y legitimidad de ambas opciones.