Comprendí que era un hombre mayor cuando me di de bruces este verano con las tarifas de las compañías aéreas. La razón es sencilla: soy de los que todavía pueden recordar los tiempos lejanos en los que con el billete sencillo, te ofrecían de entrada unas almendras saladas.
Y periódicos, refrescos, café , té, toallitas húmedas y, dependiendo de la duración del viaje, una solvente bandeja con tres platos incluyendo vino, café y postre. Y todas las maletas que quisieras cargar eran bienvenidas.
Eso era simplemente en clase turista. No digamos en bussiness class, porque entonces la cosa alcanzaba límites fabulosos. Yo tenía que viajar frecuentemente a América Latina por razones profesionales, a veces eran vuelos de 15 horas enlazando varias capitales, y puedo atestiguar que la compañía Iberia no le iba a la zaga a las europeas Air France, Lufthansa, etc. que competían sin reparar en gastos de atención al pasajero.
Iberia tenía un eslogan que yo creía insuperable en la historia de la aviación. Era la imagen de una llave inglesa y una rosa roja: “Iberia, donde solo el avión recibe más atenciones que usted…”. La persona que lo inventó era un prodigio de la creatividad racional, pensaba yo, uniendo dos símbolos en una frase, aunque años más tarde comprendí que no podía haber nada más preocupante para un viajero que ese anuncio de aviones, con la llave de apretar tornillos en los motores en el frontispicio… ¡Qué buenos tiempos aquellos! Créanme, todas esas maravillas existieron hace no muchos años. Pero qué le vamos a hacer, todo pasa.
Me sucedió lo que voy a contarles este verano al regreso de las vacaciones con una compañía de vuelos nacional. (Pero tanto da, las prácticas comerciales son en todas más o menos las mismas). Yo había comprado un billete sencillo para volar durante 25 minutos entre dos aeropuertos nacionales, y mi franquicia de maletín de mano era de 10 kilos.
Pero a última hora, en lugar de este maletín, decidí sustituirla por una bolsa con algunos libros, que resultó pesar 23 kilos. La azafata uniformada de tierra me indicó que tendría que pagar un suplemento de 70 € por la maleta, una cifra muy superior a lo que me había costado mi propio billete. Conmocionado, casi no pude reaccionar.
Pero como me educaron en la racionalidad, el perfecto ajuste del Universo, el sentido equilibrado de las cosas –una educación socrática y platónica que me ha causado muchos disgustos– me dispuse a refutar educadamente a mi interlocutora con todos los argumentos que al lector no le costará trabajo imaginar.
Mi primer argumento era que no podía costar más la maleta que el pasajero. El segundo, que el valor real del contenido de la maleta en el mercado era muy inferior al de 70 €. El tercero era la irracionalidad de no deducirme siquiera los 10 euros que ya me había costado el maletín que había quedado en tierra.
Ahí me detuve. La azafata, muy profesional, no dejaba de sonreírme. Comprendí que estaría pensando que yo tenía razón e incluso creí atisbar una mirada de circunstancias, llena de esa piedad humana reconocible de lejos. Pagué y nos despedimos con un saludo casi afectuoso cuando le entregué firmada la hoja de reclamaciones.
Percibí entonces en ella esa mirada de desaliento que tienen los trabajadores honestos cuando han de soportar situaciones como ésta y no pueden hacer nada. Y solo entonces comprendí –ignorante de mí– que el modelo de negocio de las compañías de aviación, después de la pandemia había evolucionado de nuevo del Low cost al Cost for everything. Hay que pagar por todo.
Ya no se trataba solo de generar una altísima demanda a base de tarifas muy baratas –volar a Londres por 10 € por ejemplo– sino de explotar al máximo los infinitos huecos de servicios falsos, reinventados, ligados al hecho mismo de volar: llevar bultos o maletas, entrar por una puerta diferente, caminar por una cola rápida que no lo es, sentarse en asientos idénticos pero más o menos próximos a la salida, tener más espacio para las piernas en puertas de emergencia, comprar bebidas o la bolsita de almendras.
Y sobre todo, el filón de oro de cobrar a precio de oro el kilo de equipaje. Hasta que inventen algo nuevo, todavía hoy ir al lavabo es gratis. Me hubiera quitado el sombrero ante la inteligencia de los gestores del negocio, que para sobrevivir a la liberalización aérea de hace una década han de recurrir a prescindir de la famosa rosa roja, y a veces cuando las olas de crisis económica les aprietan –la pandemia– recurren a las ayudas públicas multimillonarias.
Me acomodé en el avión enfurruñado. Pero cuando al cabo de 20 minutos habíamos iniciado el descenso sobre el aeropuerto, el comandante anunció súbita y lacónicamente que abortaba el aterrizaje. La bestia metálica rugió empinando el morro y subimos a toda velocidad.
Di por hecho que el problema estaba en el tren de aterrizaje y pensé en los míos. No me despedí de ellos a través de wasap para no entorpecer las comunicaciones del avión, pero en realidad fue que no quise asustarlos. Creí imaginar chispas saliendo del fuselaje cuando, después de agotar el combustible, el aparato deslizaría su panza por la pista entre chorros de espuma.
Hubo minutos de un silencio sepulcral, hasta que se oyó de nuevo la voz del comandante: “Señores pasajeros, hemos tenido que abortar porque el avión alemán que nos precede ha descendido muy lento y lo tenía metido en mi pista. He aguantado hasta el último minuto para ahorrarles esto, pero no he querido jugar. Créanme, sé lo mal que lo han pasado y les pido un millón de excusas por ello. Buenos días”. Y añadió, seguramente por descuido antes de apagar el micrófono: “Vamos a ver si esta vez me dejan”.
Y yo entonces, solo, empecé a aplaudir mientras todo el pasaje seguía en silencio. Estaba claro que pensaban que yo era el único loco optimista en aquel avión que aún estaba en el aire. Lo hicieron después, cuando aterrizamos.
Desde luego estoy seguro de que quien lo pasó peor en la maniobra fue el piloto. Pero nadie comprendió que yo no había aplaudido solo su profesionalidad –había tomado una decisión correcta y prudentísima– sino que con sus palabras de aplacamiento y disculpa había salvado el honor de su compañía y de paso el de todas las compañías aéreas del mundo, por tener hombres y mujeres a los mandos, educados y cabales, conscientes de que transportan seres humanos, y además fieles en la defensa de la seguridad de millones, aunque sus empresas no den nunca más bolsitas de almendras y cobren las maletas a precio de oro.
El símbolo de aquella Rosa del anuncio de Iberia que una vez yo había denostado, tal vez había desaparecido para siempre de la aviación comercial moderna, pero la llave inglesa que simboliza el trabajo bien hecho, la vocación de servicio y el respeto a los clientes, por parte de las tripulaciones y los trabajadores del sector aéreo, seguía ahí, presente.