En el presente artículo no vamos a hacer ninguna apología provinciana ni a defender las posiciones de aquellos que no se quieren integrar en las comunidades donde residen. Integración e identidad son perfectamente compatibles y, así, un inmigrante puede integrarse plenamente en la comunidad que lo recibe pero, a su vez, puede mantener todas sus costumbres y tradiciones, siempre y cuando no sean ofensivas para la dignidad humana.
Una cosa tan fácil como es el idioma, por ejemplo, es una gran riqueza. No importa si uno habla una lengua, una variedad dialectal o un habla concreta. Mi propia familia, la experiencia y el hecho de viajar me han enseñado que no existen lenguas bonitas ni lenguas feas, o dialectos vulgares y hablas ilustradas, no. Todas las modalidades propias y los idiomas son igual de bonitos, únicos e irrepetibles.
Cuando unos padres inmigrantes llegan a un país foráneo, está muy bien –y es lo correcto y lo mejor– que se adapten a la nueva sociedad, al nuevo idioma, a las nuevas costumbres, etc. Pero eso no es óbice para que continúen hablando su lengua, manteniendo sus creencias y celebrando sus fiestas. Es más, pienso que es bueno que lo transmitan también a sus hijos.
Por otro lado, los niños aprenden muy rápidamente, y está demostrado que son capaces de asimilar diferentes idiomas sin ningún problema. Así, entre matrimonios mixtos, está muy bien que cada progenitor hable en su lengua materna a los hijos.
Y si, además, la familia se encuentra residiendo en un tercer país, los niños acabarán siendo bilingües o, incluso, trilingües, sin ningún tipo de dificultad. Igualmente, si los padres son hablantes de una determinada variedad lingüística, el que sus hijos visiten a la familia en el pueblo de origen y sean capaces de hablar como cualquiera de sus habitantes es algo muy bonito y entrañable. Qué importante que es que los nietos no se avergüencen del hablar de sus abuelos. Y es que una gran parte de lo que somos es fruto de los que nos han precedido.
Y de nuestras costumbres, ¿por qué cambiarlas en caso de apreciarlas? Y así podríamos hablar de peinados, comidas, creencias religiosas, etc. A menudo deseamos ser aquello que no somos o tener eso que la naturaleza no nos ha dado. Qué delicioso y exótico es ir a comer o a cenar a casa de un amigo y que te sorprenda con una receta de su tierra.
La variedad enriquece a la sociedad. Por ejemplo, los niños que en el día de las culturas interpretan en la escuela canciones de sus países de origen, ¿no están enriqueciendo a los demás compañeros?
Si hablamos de apellidos, no hace falta que los cambiemos para estar más integrados en un territorio. No entiendo a aquellos que adaptan sus apellidos a un determinado idioma; no serán más autóctonos por modificar parte de su herencia ni más foráneos por no adaptar sus apellidos a la lengua del país que los acoge o que ha acogido a sus padres.
Si en un territorio hay respeto, tolerancia y cultura por parte de todos, ninguna de las cuestiones anteriores tendrá la menor importancia, estarán totalmente superadas.
Así pues, todo depende de la personalidad de cada uno y de la actitud social de los otros. Y eso sucede en todos los ámbitos de la vida. A veces, nos importa más el qué pensarán de mí que no quién y cómo soy yo.
Pensemos en cosas cotidianas. Por ejemplo, aquellos que bendecimos la mesa antes de comer, ¿cuántas veces lo hemos evitado en público o ante amigos solo por vergüenza? Vale la pena ser uno mismo y ser coherentes con nosotros mismos.Quien no tiene pasado no puede tener un futuro fiel, se lo tiene que inventar. Hemos de ser capaces de disfrutar de nuestro presente sin renegar de nuestros predecesores ni empeñarnos por ellos. Seamos naturales. Disfrutemos del presente sin hipotecarnos con un futuro que nunca será si no vivimos el momento actual.