Si usted, querido lector, sigue el curso de las noticias en este agosto extraño de olas sucesivas de calor intenso, habrá oído a muchos expresar su opinión sobre las vacaciones cuando son interpelados por el locutor de turno. Da igual que sean de Santander o de Gerona, de Zaragoza o Madrid, de Cádiz o Sevilla, todos, sin excepción, manifiestan, solemnes, que las vacaciones son “sagradas” y se lamentan porque han terminado o terminarán y habrá que volver a la rutina. Si es usted observador, se habrá percatado de que el verano pasado había “ganas” de vacaciones, tras la pandemia. Todos, en ese momento tenían “ganas” de coger el portante y dejar su hogar para hacinarse en cualquier destino de playa o montaña, pero al aire libre: había “ganas” de apelotonarse de nuevo en los chiringuitos, de tostarse al sol en espacios atestados de bañistas.
Pues bien, se ha subido un escalón más: este año las vacaciones son “sagradas” y unos y otros repiten el término. Todos se llenan la boca con la palabra mágica mientras la cámara los sigue por los vericuetos de una cola larguísima que se dirige desde lo alto de una colina escarpada, por una senda exigua, hasta una cala escondida, casi una poza, donde apenas caben una veintena de personas, el locutor insiste y pregunta ahora a un padre que arrastra un carrito de bebé cuesta abajo por la senda en cuestión, “sagradas” dice mientras intenta sortear un pedrusco en mitad de la senda. El locutor está ahora en un aeropuerto preguntando a una parejita que arrastra un maletón enorme: “sagradas” afirman sonrientes; “sagradas” repite un señor entrado en años mientras se refresca la calva en una fuente espectacular en Roma.
Ya no son un derecho, las vacaciones, no son un momento para descansar del trabajo, son otra cosa. Son sagradas. Por eso reconocen algunos que han tenido que pedir un préstamo y la locutora asevera que este año ha crecido un montón –da cifras, marean un poco– el porcentaje de personas que lo han solicitado. Préstamo que tiene intereses astronómicos que habrá que pagar, recuerda la locutora a uno. Ya se pagará, añade, así, en reflexivo, como si se fuera a pagar solo, una cosa de locos. Pero los agraciados por los créditos seguro que van a un lugar exótico, lejos, bien lejos, y se hacen fotos extravagantes que cuelgan en las redes sociales con la finalidad de que sus conocidos rabien si da la casualidad de que su destino no ha sido tan sofisticado.
Sagradas. En la primera acepción de la Academia el adjetivo sagrado significa “digno de veneración por su carácter divino”. Cuando estudiábamos, de niñas, Sagradas eran – son– las “escrituras”; una asignatura era Historia Sagrada; sagrado era el Corazón de Jesús; sagrada era –es– la forma –la hostia– que representa el cuerpo de Cristo. En nuestra infancia, la “sagrada forma” no se podía tocar con los dedos, no se podía morder, no se podía recoger del suelo con las manos, no se podía tomar si no se estaba en ayunas. Imagino ahora a Sor María Queipo, nuestra superiora, escuchando a una de sus colegialas afirmar que las vacaciones son sagradas y la veo castigando a la osada con copiar doscientas veces, como mínimo, “no tomaré el adjetivo sagrado en vano”. Y no puedo imaginar que la colegiala indicara a “la Queipo” que también significa “irrenunciable”, según la propia Academia, porque, seguro, subiría a quinientas veces el castigo, por irreverente.