Me fastidia como a todos un corte en la carretera. Especialmente si estoy de camino a la oficina y me encuentro dando vueltas en círculos con la moto en una Puerta de Alcalá taponada por chalecos reflectantes. Mi cabreo va en aumento: llego tarde a la reunión, no puedo avanzar y para colmo, ni una triste gota de café en el cuerpo. Después de 40 minutos, mi enfado toca techo: tienen razón. Lo entiendo y reconozco para mis adentros: que no paren, tienen que hacerse oír.

De momento, las tractoradas y los cortes han resonado en los oídos de una sociedad que ignora las peripecias que sufre el sector primario. La voz del campo poco a poco va calando, recordando la premisa más básica: sin ellos, la mesa está vacía. Están en su derecho y, visto lo visto, tienen el deber de seguir reclamando unas reglas más justas. Han conseguido una unidad pocas veces vista y ahora, toca focalizar los esfuerzos.

Este impulso tiene que servir para canalizar las demandas y convertirlas en políticas tangibles que les respeten. Sin embargo, en la práctica, el ruido de los tractores se disipa en una cartera de Agricultura que dice estar trabajando para identificar los problemas concretos del campo y aportar su visión.

También, dicen, están negociando con Bruselas para llegar a normas más flexibles. Pero si esto es así, como ocurre en muchas otras cosas, se llegaría mal y tarde. Parece que no se dan cuenta de que sobran los motivos.