El año en que fui a la escuela por primera vez, 1957, aún estaba en vigor la Ley Moyano o ley de Instrucción Pública de 1857, que cumplía, por tanto, 100 años, una marca tanto más sorprendente cuanto que ninguna de las leyes de educación que han venido detrás han durado siquiera una décima parte de ese plazo y más aún si se tiene en cuenta que esta Ley seguiría, aunque fuera parcialmente, en vigor hasta la publicación de la Ley General de Educación de Villar Palasí en 1970.
La mayor parte de mi vida de estudiante (1957/1977) transcurrió durante el régimen de Franco, que era una dictadura, en la que el dictador detentaba todos los poderes del Estado y ejercía un control férreo sobre cualquier actividad política o sindical que pudiera poner en cuestión los fundamentos de su régimen que, en consecuencia, nadie llegó a poner seriamente en apuros hasta su muerte.
Este hecho, que fuera una dictadura, condicionaba, de alguna manera, los contenidos educativos, más o menos, seguramente más, como ahora hacen algunas autonomías en nombre de la democracia.
No recuerdo muy bien lo que aprendí en el parvulario de Sor Guadalupe porque creo que cuando llegué allí ya me había enseñado mi madre a leer y además sólo estuve un año, para pasar después a los escolapios a cursar la primaria.
De aquellos años, creo que fueron cuatro, recuerdo a varios hermanos, curas y maestros laicos que se esforzaron por meter en nuestras cabezas todo el contenido de la enciclopedia Álvarez.
Aprendimos, ciertamente, cosas que ahora ni se les pasa por la cabeza enseñar y además nos las enseñaron de una forma organizada y sistemática que permite que hoy, 60 años después, aún recuerde los ríos de Europa, las preposiciones y los hijos de Jacob, conocimientos que, probablemente, entran dentro de lo que hoy se consideraría innecesario, pero de los que siempre me he sentido razonablemente orgulloso.
Lo normal, pues, era que saliéramos de la enseñanza primaria con un nivel bastante razonable de conocimientos memorizados, cosa que ahora parece ser un problema, pero también con una capacidad de razonar que, esta sí, estaba condicionada por los maestros que nos habían tocado en suerte.
Don Jaime, el padre Pereda y algún otro cuyo nombre no recuerdo hicieron lo posible para que aprendiéramos también a pensar, a comprender lo que leíamos y a expresarnos de palabra y por escrito con un mínimo de coherencia.
El bachillerato, ya en el Instituto, era otra cosa. Cuando yo llegué allí lo que más me interesaba era la historia y la profesora que teníamos, Doña Ángela Pardo, la explicaba con notable brillantez, pero, supongo que, para no complicarse la vida, no se aventuró nunca mucho más allá de los sumerios y en el caso de España ni siquiera llegamos a los reyes Godos. Desde luego la historia moderna y contemporánea ni tocarlas.
Las Matemáticas fueron para mí, gracias a un buen profesor, Don José Vicente Guidotti, un descubrimiento bastante fortuito. Yo atendía en clase, estaba sentado en la primera fila y no podía hacer otra cosa, y procuraba hacer los ejercicios lo mejor posible, pero, un buen día me sacó a la pizarra y con el acento del que pide sin esperanza, me pidió que le demostrara un teorema de trigonometría, el de las tangentes, concretamente, y ante el asombro de toda la concurrencia, el suyo y el mío propio, empecé a escribir y llegué al final de la demostración.
El suceso elevó considerablemente mi autoestima, que nunca ha estado demasiado baja y mi interés, hasta entonces inexistente, por las matemáticas, interés que me duró ya todo el bachillerato y me llevó a estudiarlas en la Universidad, pero eso es otra historia.
(Continuará)