Entre andar a la greña y una guerra de verdad hay un abismo. La tensión entre Ucrania y Rusia –a propósito del deseo de la segunda de integrarse en occidente y formar parte de la OTAN– puede acabar en una guerra.
Hasta ayer nos parecía la hipótesis más probable, aunque en el momento de escribir esta nota (17/2) hay ciertos movimientos de retirada de tropas de la frontera por parte de Rusia que podrían ser síntoma de una desescalada. Pero lo peor todavía puede pasar.
Ambos adversarios, en realidad Rusia y la OTAN, tienen razones para no descartarla. Rusia perdió hace tres décadas el carácter hegemónico del imperio soviético y, desde entonces, ha visto cómo países de la propia órbita se pasaban al adversario acercando las fronteras de los no-amigos a las suyas. La última sería la de Ucrania, y de ahí el conflicto entre una nación soberana, que quiere seguir siéndolo, y el gran oso que ha ido perdiendo sus garras.
Ahora bien: Moscú podría temer que le pusieran misiles en la frontera ucraniana, a menos de seiscientos kilómetros de distancia, es decir, a seis minutos de vuelo hipersónico. En ese brevísimo intervalo a los rusos no les daría tiempo ni para repeler el ataque ni para avisar a la población, doce millones de habitantes.
Ese es su argumento para justificar la amenaza de invasión. Por su parte, los ucranios han visto cómo territorios propios –la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol– se unían a Rusia en lo que se consideró una anexión ilegal por el mundo occidental y las Naciones Unidas.
Ucrania mantiene, además, una población rusa en otras partes del país que podrían correr igual suerte. Quiere ser un país libre y decidir quiénes serán sus aliados, pero también protegerse de un vecino peligroso.
Históricamente, las guerras no se anuncian a bombo y platillo como ésta de los eslavos, pero sí emiten señales audibles antes de estallar. A veces el ruido y los tambores de guerra son insoportables, como en este caso.
El motivo para el conflicto de la más antigua y famosa guerra, la de Esparta y Troya –y también la más desconocida, pues hoy todavía no se sabe si sucedió en realidad o es una leyenda contada por Homero– fue el secuestro de la esposa del rey espartano Menelao por Paris, hijo del rey de Troya. El atrevido joven –que con su pasión adúltera desató un infierno de proporciones colosales contada en la Ilíada y la Odisea y de cuya sangre, pasiones, tragedias y aventuras– han mojado sus plumas casi todos los escritores de novela, teatro y cine, morirá en esa guerra que él mismo provocó y que estaba cantada antes de empezar.
Igualmente hubo tambores a rebato en el inmenso conflicto que estalló en 1939. Francia e Inglaterra declararon la guerra a Alemania después de que Hitler cumpliera sus amenazas e invadiera Polonia. La guerra duraría seis años y un día, pero cuando acabó, el dictador nazi se había suicidado después de haber dado una fiesta en el bunker y comido un gran pedazo de pastel.
Otra: Cuando en diciembre de 1941 los japoneses atacaron por sorpresa la flota de EEUU en la base de Pearl Harbour, en un movimiento maestro diseñado por el almirante Yamamoto, este ya pensaba antes del ataque que aquella guerra era un suicidio porque la iban a perder. Le obligaron a organizar esta primera batalla sorpresiva para adelantarse a tomar una pírrica ventaja en una guerra total. Obedeció como hacen los japoneses, dando un taconazo. La alternativa era hacerse el harakiri. El final fue dantesco para Japón, como todos sabemos, pero el propio Yamamoto no pudo verlo porque los aviones americanos ya se habían vengado de él en persona derribando el suyo dos años antes.
Nadie sabe si habrá guerra o no en Ucrania; la decisión, si es que está tomada, solo está en la cabeza de Putin, el hombre del botón rojo. Es él quien tiene las tropas concentradas en las fronteras listas para atacar. Es a él a quien piden los líderes del mundo que se lo piense antes dos veces.
Es Putin quien tiene la sartén por el mango. Pero, cuidado; la Historia nos enseña que cuando los tambores resuenan, ni los provocadores, ni los que tienen el botón rojo, ni los que pueden decidir, están a salvo de que al final las cosas se les vayan de las manos.
Putin no es un hombre simpático en occidente, todo lo contrario. Pero se ha hecho un carrerón desde un puesto de funcionario gris del aparato soviético, lleva un cuarto de siglo mandando a sus anchas como un nuevo zar de Rusia y, previsiblemente, aún le quedan unos cuantos años porque goza del apoyo de una parte considerable de la población, pues esta vivió la miseria más absoluta y humillante con Yeltsin (y Gorbachov) y, en general, se siente agradecida pensando aquello de que “es mejor malo conocido que bueno por conocer”.
Iniciar una guerra y un enfrentamiento económico con el mundo siendo un gigante con pies de barro –sin industria y con un PIB total muy pequeño, Rusia tiene un producto bruto parecido a España– no parece lo que más le conviene al señor Putin.
Provocar, además, a un presidente Biden debilitado en su país, que por ello puede reaccionarle mal, no es buena idea. Y en eso China no le va a seguir. Puedo equivocarme mucho –Dios no lo quiera–pero mi opinión es que NO se la va a jugar a los cañones. Pronto lo sabremos.