“… Y no hallé nada en que poner los ojos/ que no fuese recuerdo de la muerte”. Francisco de Quevedo.
Cuando empezábamos a percibir el fin de esta etapa de angustia, con el levantamiento de algunas restricciones impuestas con ocasión de la denominada pandemia, una nueva amenaza global nos estremece: la guerra. Una guerra que no es lejana, aunque pueda parecerlo. Como no lo ha sido el virus, que vino de bien lejos.
Pocos quedan ya de los que vivieron la nuestra, aunque muchos recordamos lo que contaban y sabemos las penurias que padecieron incluso los que conservaron la vida y no sufrieron privación de libertad. Lo oímos muchas veces. Veíamos ciertos tics en nuestros mayores que evidenciaban que aquella tragedia se les había quedado metida muy adentro y los acompañó hasta el final: aquella exigencia, que nos transmitían, de no dejar comida en el plato; aquel gesto de recoger las migas que caían al cortar el pan; el pan duro utilizado para hacer sopas; el pan al que se hacía una cruz antes de cortarlo y que no podía ir al cubo de la basura nunca; aquel afán de guardar para lo que pudiera llegar; aquel sonsonete que imponía gastar sólo lo preciso. Aprovechar, ahorrar, no tirar nada, no desperdiciar… No se trataba de ahorrar para amasar sino para poder subsistir si volvían tiempos duros.
Nosotros, hijos de quienes sufrieron aquella ignominia, pensábamos, a veces, que ya bastaba de monsergas, que ya había acabado todo. No sabíamos entender que cuando algo traumático toca tan de cerca no hay forma de arrancarlo de cuajo de la memoria. Nosotros, hijos de una abundancia absurda, alimentados y vestidos en exceso, hemos crecido ajenos a su experiencia y hemos olvidado sus temores y hasta hemos podido burlarnos de ellos por pensar que eran historias trasnochadas que no se podían repetir. Nosotros, consumistas agobiantes, hemos sucumbido a los encantamientos del mercado, nos hemos vuelto insensibles a las desgracias lejanas, aunque muchas han entrado en nuestras casas a través del televisor, mientras comentábamos las próximas vacaciones o planeábamos algún viaje a algún lugar paradisíaco. Siria, Irak… quedaban muy lejos y no eran de los nuestros. Nosotros mirándonos el ombligo una y otra vez, encantados de conocernos, los más preparados, los más modernos. La repera.
“El hombre, lobo para el hombre” de nuevo, siempre. No hay escapatoria. Unos hombres más que otros. Un mandatario, buen estratega, que aprovecha las circunstancias de debilidad por la enfermedad global; por los cambios de dirigente de su vecino más fuerte; por la pérdida de peso de su contrincante americano; por la inexperiencia de un político joven que no está bregado en puñaladas traperas…Un jefazo, con aires de matón, que amenaza con apretar el botón nuclear sin que le tiemble la voz ni el gesto, sin que sus ojos diminutos pestañeen. No es lo mismo tener a unos políticos que a otros al frente del Estado, está claro. No gobiernan hoy los mejores, desgraciadamente. Porque no puede ser buen gobernante quien piensa antes en el territorio a dominar que en las personas cuya vida pone en riesgo. Y no se puede buscar justificación a la barbarie, como algunos hacen. La estrategia política puede entenderse, también el origen de los conflictos larvados durante años, siempre hay algo de verdad en ambas partes, pero el “No a la Guerra” no puede ser manejado según convenga ideológicamente.
Nuestros antepasados no han podido protegernos. Sus prevenciones, sus sermones no han servido para nada. Nuestros antepasados, seguro, lloran de rabia al vernos de nuevo a la deriva. Y nos hemos olvidado de rezar.