Resulta que 2021 fue el Año Internacional para la Eliminación del Trabajo Infantil, según la resolución de la Asamblea General de la ONU meses antes de que el COVID se desplegara y, con él, una especie de niebla que parece impedirnos ver mucho más allá. Según el informe conjunto elaborado por UNICEF y la Organización Mundial del Trabajo infantil: Estimaciones mundiales 2020, tendencias y el camino a seguir, alrededor de 160 millones de niños realizan algún tipo de trabajo.
Más de tres veces la población de España. Nuestro mundo está lejos de acabar con esta situación, y mucho menos en 2025, como plantean los Objetivos de Desarrollo Sostenible. A pesar de los avances en la última década, en la que su incidencia global ha disminuido un 38 por ciento, antes de la pandemia se alertaba de un cierto estancamiento y se temía un empeoramiento de la situación por la crisis sanitaria, como así está resultando ser. Se estima que a finales del año que acabamos de empezar habrá 9 millones de menores más explotados laboralmente, siete veces la población de Aragón.
La pobreza, las crisis recurrentes, los movimientos migratorios, la falta de derechos fundamentales, la carencia de políticas de protección social o la falta de acceso a la educación alimentan una realidad presente de forma especial en Asia, África y América Latina. Muchos gobiernos y organizaciones se afanan para intentar erradicar esta lacra que, por lejana geográficamente, no nos debería sonar ajena. Basta con mirar nuestros armarios y despensas para tomar conciencia de que quizá estemos consumiendo trabajo infantil sin saberlo. Lo recordaba en junio pasado Comercio Justo, con su campaña Contra el trabajo infantil y resulta casi imposible no pensarlo hoy, tras la mayor explosión de consumo del año. Decir no al trabajo infantil puede ser un buen propósito para comenzar el 2022.