En 1898, el presidente McKinley se quedó con Cuba y Filipinas sin apenas disparar un tiro. Y aquella guerrita la organizó con la imprescindible ayuda de la prensa del Ciudadano Kane, quien agitó las aguas de la opinión pública norteamericana contra la “nefasta” España colonial. Trump es su gran admirador actual y, al igual que McKinley, posee muchos recursos de la comunicación. Su nombre quedará asociado a una de las mayores crisis sin haber iniciado todavía una guerra de verdad para quedarse con un territorio.
Pero los que pensábamos que el histrionismo y la sobreactuación del personaje eran solo un truco para convencer a los norteamericanos de sus recetas, estábamos equivocados. Creíamos que era una performance, una peculiar manera de negociar; o una búsqueda de la notoriedad basada en la disonancia, una fórmula que ya conocimos aquí con Jesús Gil. Deslumbrados por su estilo, estábamos equivocados: Trump tiene un plan, un proyecto con planos dibujados por arquitectos en la sombra.
Quieren revertir el curso de la Historia. Quieren que la globalización que emprendieron anteriores presidentes sea vuelta del revés como un calcetín. Aquella fue una historia de éxito –los acuerdos NAFTA– pero solo para los grandes millonarios que se hicieron con el comercio mundial a cambio de dejar en el paro a millones de norteamericanos. En eso consistió el desmantelamiento de sus fábricas. Creen que las que se fueron regresarán a EE.UU. gracias a los nuevos aranceles. Están seguros de que con ellos podrán financiar el enorme déficit y además rebajar impuestos. Quieren revertir que Europa se libre de pagar su propia defensa para poner el foco en China, quien amenaza su liderazgo. Todo encaja.
Pero el Gran Plan tiene un problema: Cambiando todas las reglas, el escenario previo también lo hará. Las cosas no se quedarán como están ahora, los países reaccionarán, porque cuando la pasta de dientes ha salido del tubo es muy difícil volverla a introducir. Es imposible hacer una previsión del resultado final para EE.UU. Lo único que vemos es que la credibilidad en el “amigo americano” ya no será la misma, y en casi todos los campos. Y esa percepción era lo que daba mayor influencia y poder a EE.UU., una pérdida irreparable. Pienso que el marco mental de los arquitectos de Trump ha ignorado los dictados de la Física. Los espacios, cuando se quedan vacíos, son inevitablemente ocupados por otros. El liderazgo indiscutible de un solo país será repartido entre otros líderes. Es el principio de una nueva era que ya se veía venir. Aquí vemos una gran oportunidad, la de los países europeos. Hoy somos un gallinero con demasiadas voces. Obligados a unirnos mucho más por una nueva realidad, tal vez un poco tarde, al fin despertemos. Está más claro que nunca que debemos ser una Confederación que, con una sola voz, decidamos nuestro futuro. En ese sentido, la patada del señor Trump en el tablero mundial será dolorosa –o incluso catastrófica– pero paradójicamente útil a largo plazo.