Anoche tuve un sueño, un sueño que me produjo un gran desasosiego. Estaba yo en la Facultad de Derecho, con mi trenza de entonces y mis vaqueros de entonces y hasta con mi entusiasmo de entonces. Mi excelente, pero también exigente, profesor de derecho romano, Murga, bramaba explicándonos el significado de la ley y su característica fundamental: que tiene carácter general, lo que significa que va destinada a todos los ciudadanos por igual.
Nos mirábamos los unos a los otros porque esto ya lo sabíamos y lo dábamos en otra asignatura, pero él seguía su disertación y anunciaba que iba a ponernos un examen sólo sobre eso, un examen no ya de una lección sino de una pregunta y que tendríamos que llenar varias sábanas –sus famosos pliegos de cuatro folios– durante una mañana explicando las características de la ley sin que se nos quedara nada en el tintero, que para eso éramos estudiantes de derecho. Añadió que hay mucho indocumentado hablando sin saber y que no hay que tomar el nombre de la ley en vano, y que teníamos que contarlo por ahí, en plan apóstoles del derecho.
Murga se acercó a la pizarra y escribió con letras enormes “Ley de las XII Tablas” año 461 A.C. y empezó a hacer preguntas concretas a diestro y siniestro sobre la susodicha ley. Como vio que me escondía, se dirigió a mí y me preguntó su significado en aquella época y que comentara qué quiere decir aequare legibus ómnibus. Me quedé algo parada, porque de esto juraría que ya me había examinado hacía mucho y tenía el latín algo oxidado a estas alturas, pero me sabía la lección y aún la recordaba, así que me puse a explicar que estableció el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. “Ezo ez”, confirmó Murga con su ceceo que ya no nos hacía sonreír, como al principio, porque en su clase, risas, pocas. Y apuntó en la pizarra el latinajo y añadió que, desde entonces, la ley se publicó para que todos la conocieran. También nos dijo que Cicerón la consideró tota civilis scientia y nos dijo que los niños la aprendían en las escuelas y la recitaban en verso. Luego se explayó diciendo que aquel sí era un sistema educativo como Dios manda.
Nadie iba a salir de la facultad sin aprender el respeto a la ley y él se iba a encargar de grabarlo a fuego en nuestras cabezas. Nuestro profesor de político, Ramírez, fumando con parsimonia su pipa, salió a la palestra a apoyar a su colega citando otras características de las leyes: pocas y perdurables, claras y sencillas. Y recordándonos, de paso, el principio sacrosanto de la separación de poderes. Si a alguno de nosotros se nos olvidaba esto en el futuro, volverían de la tumba y no serían clementes. De repente, abrió la puerta del aula un despistado que iba al Congreso a presentar una proposición para modificar una ley. La llamó modificación quirúrgica del delito de malversación, sólo lo justo para beneficiar a unos cuantos. Lo que es legislar a la carta, para los amiguetes, se choteó Ramírez. Entraron también las ministras Montero y Belarra gritando como posesas que ellas eran la ley. El aula estaba abarrotada de políticos y por las ventanas metían la cabeza un puñado de jueces, hartos de tener que interpretar leyes hechas con el culo, eso dijeron. Murga tomó cartas en el asunto y se encaró con el primero, un tal Rufián y con las ministras. A su clase no entraba nadie burlándose de la ley y les hizo copiar mil veces: “La ley tiene que ser clara, va dirigida a todos los ciudadanos y supone un trato igual para todos”. Y Ramírez, más duro todavía, añadió que copiaran dos mil veces todos: “respetaré el estado de derecho y la separación de poderes”. Nosotros empezamos a aplaudir a nuestros profesores con ímpetu, tanto tanto que me desperté y no supe si habían terminado de copiar el castigo ni si habían aprendido la lección.