Desde hace demasiados meses la humanidad entera, debido a la pandemia del “covid 19”, está viviendo una época gris, trágica, incierta por la falta de conocimiento seguro de lo que acontece y puede venir.
Las noticias en todos los medios hablan de virus, enfermos, fallecimientos y temor generalizado. Ello se traduce en pesimismo, rostros tristes o poco sonrientes y un cierto retraimiento general, que se nota en las calles con menos movimiento y actividad especialmente en los pueblos. El mío, a ratos, parece deshabitado.
Ante este panorama, al tratar de redactar el pequeño texto con el que, con más o menos asiduidad, vengo colaborando con ‘El Cruzado Aragonés’, me ha venido a la memoria una intrascendente, ingenua, historieta, que me atrevo a contar a ustedes y que a mí me relató mi querido y genial abuelo paterno Mariano Puyuelo Glandié.
Al traerla aquí mi propósito no es otro que el intercalar, en medio de este ambiente taciturno y triste, una pequeña pincelada de humor, sano y sencillo, casi infantil, que si ayudara a que en algún lector se esbozara una sonrisa, ya me daría por satisfecho.
Le tocó en suerte cumplir el Servicio Militar en Madrid, lo que en aquellos tiempos, tener que desplazarse tan lejos de su casa en Castillazuelo, era ya toda una aventura. Contaba que durante los primeros meses eran frecuentes las salidas del cuartel para ir a practicar el tiro al blanco. El campo de tiro estaba acondicionado para ese fin con las dianas situadas a las distancias reglamentarias y frente a ellas, pero muy próxima, una franja excavada en el suelo, especie de trinchera, para resguardo de los testigos (varios soldados provistos de una banderita roja que levantaban bien visible cada vez que un tirador acertaba en la diana).
Uno de esos días mi abuelo estaba de testigo al lado de otro compañero que, provistos de las banderitas, levantaban y agitaban cada vez que a su espalda sonaban disparos y ellos comprobaban un acierto en la diana. En un momento dado se oyeron los tiros pero no hubo acierto y en ese instante mi abuelo pasó un brazo por la espalda del compañero y con el dedo pulgar que apretaba fuertemente al puño, le propinó un cogotazo que lo dejó temblando.
El compañero y amigo, pusilánime él, que ya desde el principio se había mostrado temeroso diciendo que allí no estaban bien resguardados, tiró la bandera y llevándose las manos a la cabeza y dando saltos empezó a gritar: ¡Ay madre mía que me han dado un tiro! ¡Mariano que me han matado! ¡Estoy muerto!…
El abuelo sin poder aguantar la risa trataba de sujetarlo y calmarlo, pero fueron tantos los gritos y lamentos que el Teniente Jefe de la Unidad suspendió el ejercicio para averiguar lo ocurrido.
Aclarada la verdad que mi abuelo confesó, y con el “muerto” resucitado y calmado, el incidente acabó sin más consecuencias gracias a que el Teniente, con un buen sentido del humor, lo tomó como lo que había sido: una broma de un baturro.
Por cierto, quiero añadir un detalle que algo dice de lo peculiar que fue mi abuelo; siempre vistió de baturro. Durante toda su vida solo vistió el traje típico aragonés (calzón corto y cachirulo) y nunca quiso cambiar de indumentaria.
Por eso yo nunca lo conocí con otro atuendo o atavío. Y no se tuvo noticia de que en esta comarca del Somontano de Barbastro otra persona fuera tan perseverante y fiel a la tradición. Eso motivó que visitantes que llegaban al pueblo se sorprendieran y desearan fotografiarse con él.