En el primer tercio del siglo XX, los gobiernos europeos comenzaron a percatarse de las consecuencias de la despoblación rural, un fenómeno no nuevo pero que se había acentuado hondamente tras la I Guerra Mundial. Holanda, Italia, Bélgica… buscaban fórmulas para frenar lo que anticipaba un serio desequilibrio entre los factores de consumo y producción.
Junto a medidas protectoras de la agricultura llegaron a disponerse otras coercitivas; los carabinieri, por ejemplo, debían obligar el inmediato retorno de los campesinos italianos que no hubiesen encontrado en la ciudad ocupación duradera. A la vez (como en este periódico, allá por 1929), se hablaba del “urbanismo, que así ha dado en llamarse esa desmedida accesión a las ciudades como “una de las causas más influyentes en el malestar social”; del “aumento del consumo urbano, la desmoralización” o “la complicación de la vida ciudadana” como efectos de un tipo de vida “para su revisión y su enderezamiento”.
Ni policía ni consejos pudieron inhibir un éxodo que en España sería de millones de personas en busca de una vida mejor o siquiera menos dura. Acomodado en el viaje, necesitado de todas esas gentes para alimentarse, estaba el capitalismo.
Un siglo después, como un bofetón seco, pandemia, crisis climática y económica han enfrentado el bienestar con el urbanismo y el consumo desaforado. Y, tímidamente, ese anhelo de una vida mejor parece querer girar; con la ayuda de un aliado inesperado, aquel capitalismo glotón, al que también se le deben mejores comunicaciones y nuevas formas de ocio y trabajo que acortan distancias entre campo y ciudad.
El éxito de los programas de prácticas Desafío y Arraigo que abordamos en este número certifica que cientos de estudiantes y licenciados –hubo 300 solicitudes– esperaban el modo de encauzar su deseo de estar y trabajar en el medio rural altoaragonés. Aprovechemos la oportunidad, no los dejemos escapar de nuevo.