Vivimos el auge de la denominada cultura del victimismo, ligada a lo políticamente correcto, a la autocensura y, de forma especial, a la prevalencia del sentimiento sobre la razón. Basta con sentirse víctima para proclamarse como tal y, en consecuencia, lograr la rápida aceptación de una sociedad que se compadece del victismista e incluso se identifica con él, como individuo o como grupo. Hacerse la víctima funciona, por ejemplo, en el ámbito político donde la apelación al raciocinio es la excepción ante una dialéctica de las pasiones y los clichés.

“Hemos tenido una represión lingüística (…). Nos han estado censurando y reprimiendo toda la vida. Yo no he podido estudiar en mi lengua y los aragoneses no tienen derechos lingüísticos plenos”.

Y así, como víctima de un sistema censor y represor, se presentó en el Congreso el diputado de Sumar por Huesca, Jorge Pueyo, adalid del aragonés en redes sociales y en la televisión pública aragonesa. El uso, deliberado o no, de unos términos que de inmediato retrotraen al régimen franquista pretenden ligar lengua, el aragonés en concreto, a la libertad.

El diputado, abanderado de una reivindicación supuestamente histórica y supuestamente mayoritaria –apoyada en el plural de sus intervenciones–, suma al victimismo otro de los -ismos predominantes: el adanismo.

Su extendido uso también entre la clase política, explica ese constante empezar de cero, despreciando acaso los que otros antes han hecho por la causa. Así, observamos una constante banalización de los temas, despojados de los prólogos, anclados solo en el presente.

No caigamos en la trampa de olvidar a los muchos aragoneses, anónimos, que hablaron y hablan cualquier lengua minoritaria en nuestra comunidad, los que las promovieron –con premios como el Condau de Ribagorza o el Novela Curta Ziudá de Balbastro– o quienes las estudiaron sin rédito político ni beneficio económico. Ni hacerse las víctimas.